Hacía calor en Buenos Aires. Enero se sentía en el asfalto. La calle estaba completamente desierta, bajo el sol brillante de la ciudad era imposible caminar. La gente se acechaba en sus hogares. Lejos del sol penetrante.
Cierta Mengana caminaba por la calle Bolivar al 600, no recuerdo que día ni a que hora (al verla todo fue presente y se me fueron los detalles que aveces no importan). Lo único que recuerdo (como olvidarlo) es su falda floreada, género que quedo grabado en mi vida y de ese mismo género hoy son mis sabanas.
Yo me encontraba detrás del mostrador del bar de esa esquina, que nunca volvería a ser la misma después de ella. Bar que la vio pasar y que desde ese día fue otro bar.
Quede pasmado con el va y ven de sus caderas y no pude evitar el silvido pertinente.
La brisa trasladó el sonido como un eco que ella inmediatamente recibió. Sus ojos como dos fieras buscaban a quien se había tomado semejante osadía. Y para que contarle, que cuando se encontraron con los míos, no atiné mas que a esconderme detrás del mostrador con los ojos bien cerrados, como una presa que huye del rifle de su cazador. Y allí me quede.
Y más no se como fue que sucedió pero cuando me incorporé, tenía sus punzantes ojos negros frente a los míos, clavados como puñales.
Solo Dios sabe lo que me paso en el cuerpo al verle.
Y solo mis ojos guardan esa sonrisa que se transformo en beso, abofetada y otra vez mostrador vacío.
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